Beatriz y Benito han alquilado un pequeño estudio, poco más de treinta metros cuadrados, cocina americana, un sofá cama, una pequeña televisión y una mininevera. Beatriz es telefonista y Benito un alto ejecutivo en la misma empresa, a ella le quedan desde hace muchos años tres asignaturas para terminar la carrera, él está casado y tiene tres hijos; ella tiene poco más de treinta y él pasó hace tiempo los cincuenta; la voz de ella es suave, la cara de él, inexpresiva, muy buena para negociar; él realizó la entrevista de trabajo con la que ella entró en la empresa, ese día estaba enfermo el director de recursos humanos; ella estaba nerviosa. Ninguno sabe cómo ha llegado hasta aquí. Si miran hacia atrás les parece imposible lo que han hecho. Ellos dicen que fue la casualidad, él estaba de rodríguez y fue al cine, ella lo vio y se le acercó, o al menos así lo recuerda él. Compartieron con vergüenza palomitas, y de repente aparecieron en el pequeño estudio. Lo paga él, a ella no le alcanza el dinero, pero trae cocacolas y cervezas sin alcohol que mete en la pequeña neverita siempre llena de hielo. No hay hora fija y ninguno de los dos sabe si el otro estará en ese momento, el ruido de la llave al girar hace temblar sus corazones, frente a frente no saben qué decirse. Les gustaría poner una palabra a lo que sienten, pero no la encuentran. No es amor, no es sexo, tampoco es amistad.


Tienen miedo de que les descubran, de que alguien se interponga entre sus corazones. Tienen miedo de la vida, de los hijos, de los padres, miedo al compromiso, miedo. La vida es larga y el estudio es pequeño, desde que llegaron es como si los muebles hubieran crecido. A veces los silencios son tan grandes que hay que acariciar, a veces el deseo es tan grande que hay que besar, hay que entregar la vida, hay que entregar el cuerpo, hay que entregar el alma. Pero no, aquí no hay alma, ni cuerpo, ni vida, es un pequeño estudio de poco más de treinta metros cuadrados donde no hay más que silencio, miedo, y algo que no saben cómo llamarlo.